Y ahí estabas tú, hablándome con los ojos desde esa esquina.
Y aquí estaba yo, cortando los metros que me separaban de tu olor.
No sabría decir cómo empecé a morderte el cuello, pero no quería parar.
Tenía tu respiración entrecortada inundando mis oídos. Cada vez más fuerte.
Sigue, susurrabas.
Nuestros labios se buscaban, ansiosos de mezclarse.
Ven.
Ven.
Tu lengua recorriendo el cielo de mi boca, poco a poco.
Sentí como tus manos empezaban a jugar a no encontrarme,
a insinuar, a quererme dentro de ti.
¿Cómo negarme?
Empecé a temblar en cuanto cerraste la puerta de tu habitación y te miré,
no hizo falta nada más.
En cuestión de segundos ya estábamos mandando callar a los muelles de tu colchón.
Los dedos creando pequeños círculos por tu ombligo y las piernas deslizándose, desnudándose.
El fuego que recorría nuestra piel hizo que la ventana destilase gotas de vapor.
Tu espalda llena de sudor,
Tu espalda llena de sudor,
la mía de ganas de tus arañazos.
¿Recuerdas cuando solo imaginábamos estas horas de placer?
Ahora, se cumplen.
No hace falta imaginación ni excusas.
Solo que tus manos sigan dedicándome versos a escondidas.
Gime, grita, muerde. Hazme(lo) todo.
Déjame sin fuerzas para asumir
que
todo
esto
nos
queda
igual
de
platónico
que
el
cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario